Una noche de domingo
El sol nos dió en la cara aquella tarde, armamos la escena con unas sillas que cargamos con una mano, una cuadra y media a pie, hasta la playa. Cada uno llevaba también un perrito. Buscamos un lugar a reparo del viento, allí abrimos las sillas y nos instalamos. Me quité la gorra y los anteojos, me puse de cara al sol y cerré los ojos. Él ató una correa a la otra, para que los perros anduvieran sueltos sin ir muy lejos. De a ratos lo escuchaba jugar.
Por la noche me invitó a su casa, encendió el hogar y se fue a preparar la cena. “Vos esperá acá”. Me puse a ver el fuego arder, a escuchar el ruido de la madera, ver las chispas, la calidez de la luz anaranjada, casi como el sol a última hora, con esa pizca de azul celeste. El tiempo pasaba, él no venía, cada tanto caía un leño sobre las cenizas. Pensé en lo básico del fuego. Después me fui, entré en mi mundo de ideas. Las llamas se movían para un lado y otro, algunas modificaban su forma, por capricho del aire que entraba, tal vez, otras se extendían hacia arriba como queriendo desprenderse.
¿Qué simbolizan esas llamas?, me pregunté. La primera respuesta que obtuve fue escolar: el principio de la civilización. La segunda, ya del colegio secundario, se refería al mito de Prometeo, quien roba el fuego a Zeus para que la humanidad pueda calentarse y comer. Luego pensé en la pequeña llama que al inicio de una relación enciende el amor, crece y crece, hasta hacerse, en muchos casos, cenizas. Esa idea me llevó a cuestionarme acerca de la imbricación entre la vida y la muerte. A continuación vino la libertad, también representada de ese modo para significar independencia. Y por último surgió la creatividad, ese abanico de posibilidades que puede ir para acá o para allá según me plazca. Me regocije en la imagen. Oí pasos. Él traía la cena.