Rayo.
A los ocho años logré convencer a mi madre de que me dejara tener un perro. Duró un fin de semana en casa. Durante mucho tiempo soñé con otro, pero, como nunca ocurrió, el deseo se fue borrando.
El psicoanálisis dice que cuando uno hace ciertos movimientos, el resto viene por “añadidura”. Algo de eso pasó cuando mi hija mayor se fue a estudiar a Buenos Aires y pidió llevarse un cachorro. Se había enamorado del Jack Russell de una vecina uruguaya y quería uno igual. Partió a la ciudad con un perrito apalabrado.
Llegó a nuestra familia con el nombre de Neptuno, pero no tardó en ser rebautizado: Rayo. Durante meses fue un perro de departamento, hasta que un verano vino a visitarnos, y terminó cambiando de domicilio. O, mejor dicho, decidí que se quedara. Le presté voz para decir: “No me quiero ir”, y así fue como me convertí en abuela.
Rayo parece un perro de juguete, un peluche viviente. Me recuerda la canción de Toy Story: “Yo soy tu amigo fiel”. Se ha subido incontables veces a la silla que pongo junto a la mía, y me ha acompañado en seminarios de literatura, talleres de escritura, guiones y, sobre todo, en las largas horas que paso escribiendo libros.
Le digo que es mi perro intelectual. Por las tardes bajamos juntos a la playa a ver el atardecer y correr en libertad.